Lehbib Abdelhay, experto en temas de seguridad en el Sahel
El pasado 16 de septiembre se cumplían dos años de la creación de la Alianza de Estados en el Sahel (AES) compuesta por Mali, Burkina Faso y Níger, tres países en los que se ha creado un auténtico triángulo de violencia yihadista, crisis e inestabilidad a raíz de la creciente presencia e influencia de organizaciones terroristas asentadas en sus territorios, especialmente en el área de Liptako Gourma, norte de Mali (Azawad) y la frontera de Mali con Mauritania.
La confederación AES, lejos de haber conseguido éxitos en sus operaciones antiterroristas desde su creación, ha provocado una profunda reestructuración de los compromisos de seguridad previamente adquiridos y ha forzado a países vecinos a revisar sus estrategias a la hora de crear presión e invertir esfuerzos que satisfagan sus intereses geoestratégicos. Países como Níger, Mali o Chad han roto lazos con sus socios occidentales tradicionales como Francia, Estados Unidos y la Unión Europea, rellenando el vacío de cooperación y las estructuras de seguridad con países como Rusia, China o Turquía. Otras potencias regionales, como Argelia, Nigeria o Costa de Marfil, también se encuentran inmersas en la reedición de unas nuevas dinámicas de poder vis a vis los países de la AES que les ayuden a salvaguardar su seguridad y prevenir los focos de amenazas que asolan en su vecindario. A Occidente le sobran cada vez menos las amistades en África Occidental, buscando cumplir con las expectativas de los pocos socios preferentes que les quedan (como Mauritania o Senegal) para contrarrestar un posible acercamiento de Rusia y otros actores.
El Ejército de Argelia derriba un dron turco AKINCI cerca de la frontera con Mali
Por su parte, la actividad terrorista en la zona no ha hecho más que aumentar en los últimos meses. La coalición Jama’a Nusrat ul-Islam wa al-Muslimin (JNIM), afiliada a Al Qaeda, ha demostrado ostentar una presencia y poder incuestionables desde el norte de Mali hasta el sur de Burkina Faso, e incluso en el Golfo de Guinea, especialmente en Togo y en Benín. El Estado Islámico en el Sahel, muy activo en su zona de operaciones (flanco oriental maliense, en Ménaka, y Níger, en Tillaberi), también se encuentra fortaleciendo su propia marca convertida desde 2022 en una wilaya más de Estado Islámico, con grandes éxitos tanto mediáticos como operativos. Su nueva estrategia es el secuestro de ciudadanos occidentales y los no occidentales.
Los ataques yihadistas de grupos como Al Qaeda (JNIM) o Estado Islámico (tanto en el Sahel como en lago Chad a través de ISWAP) están poniendo contra las cuerdas a unos regímenes militares que únicamente buscan preservar su poder y control del estado a cualquier coste, manteniendo así unos regímenes que han llegado la mayor parte de ellos a través de un golpe de estado, el último de ellos Níger en julio de 2023. Sin embargo, la imposibilidad de disminuir las dinámicas del terrorismo regional está poniendo en peligro la popularidad de estos sistemas de gobierno, lo que frecuentemente está desembocando en intentos de golpe de Estado que buscan socavar el actual régimen e instaurar una nueva autoridad.
Mientras los intentos de tomar el poder fallan en su cometido, las juntas militares están optando por emplear tácticas más coercitivas, incluyendo detenciones, arrestos arbitrarios, violaciones a los derechos más básicos y castigos ejemplarizantes, en un desesperado intento de acallar las voces que ponen en duda la verdadera efectividad de los gobiernos militares afincados en el poder.
La sociedad civil, atrapada entre el fuego cruzado de grupos yihadistas y fuerzas de seguridad, enfrenta un panorama de inseguridad agravado por múltiples factores.
No solo sufre la violencia yihadista, sino también los abusos de las fuerzas estatales, la rampante y depredadora economía criminal, que no hace más que crecer con el paso de los años y de la que cada vez más sectores de la población dependen, y los conflictos interétnicos, que juegan un papel crucial en la dinámica de los conflictos locales. Este entorno se ve agravado por los impactos del cambio climático: inundaciones, sequías y la desertificación empujan a las comunidades a migrar en busca de tierras más fértiles, aunque esto signifique someterse al control de grupos islamistas o de milicias tribales en conflicto.
El Sahel se ha convertido en un nuevo espacio de competición geopolítica multinivel, por lo que atraviesa uno de sus momentos más críticos a su seguridad. Los focos de conflicto son numerosos y las partes que intervienen, lejos de proporcionar la protección necesaria, están inmersos en sus propias agendas e intereses, dejando a la población local sumida en una de las crisis humanitarias más graves y extensas geográficamente a las que ha podido hacer frente.
El Sahel se ha convertido en “el epicentro del terrorismo global”
El último informe mensual del Centro Estratégico, Defensa y Seguridad (CEDyS), un observatorio que monitorea el crecimiento de la influencia de los grupos yihadistas y su modelo operativo en la región del Sahel y Norte de África, destaca un aumento considerables de la actividad terrorista en los países de la región durante el mes de octubre, lo que refleja una clara expansión de la agenda de estas organizaciones extremistas hasta llegar a las puertas de Bamako, capital de Mali.
Tensión y asfixia económica: el avance del terrorismo en el Sahel durante octubre
El panorama del terrorismo en la región del Sahel durante el mes de octubre refleja una dinámica de asfixia económica y expansión territorial de los grupos yihadistas.
En Mali, la coalición Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin (JNIM) ha consolidado su influencia mediante estrategias de bloqueo que exponen las debilidades del Estado y socavan la legitimidad del gobierno militar. La crisis del combustible, agravada en las últimas semanas, ha paralizado gran parte de la economía y profundizado las divisiones internas.
Inicialmente concentrado en las zonas de Kayes y Nioro, el cerco se extendió hacia las principales rutas comerciales, como el eje Kayes–Bamako (a través de Senegal y Mauritania) y Sikasso–Bamako (conectado con Costa de Marfil). Según fuentes locales, más de 230 camiones cisterna han sido destruidos desde el inicio de lo que en la práctica se ha convertido en un bloqueo total del suministro de combustible.
Las operaciones del JNIM —que incluyen emboscadas, artefactos explosivos, incendios provocados y extorsión— no solo han interrumpido el transporte de hidrocarburos, obligando a las empresas privadas a retirarse, sino que también han afectado importaciones esenciales de energía, minerales y alimentos.
Dado que la mayor parte del comercio exterior maliense transita por las rutas occidentales, el objetivo de los insurgentes parece claro: mostrar la vulnerabilidad del régimen y erosionar la confianza popular en el consejo militar. Aunque algunas fuentes estiman que la caída del gobierno podría producirse en tres a cinco meses, los analistas consideran improbable la instauración de un califato islámico en Mali, por limitaciones logísticas, operativas e ideológicas. Sin embargo, varios observadores advierten que solo un milagro podría salvar al gobierno, que ya habría iniciado canales de negociación discretos con el JNIM.
La crisis se agrava por la creciente inestabilidad interna y las tensiones dentro de las fuerzas armadas, que amenazan con fracturar el aparato militar