Por Ana Stella
El análisis reciente del Washington Post ha puesto en evidencia una de las contradicciones más profundas del sistema político marroquí: la brecha entre la retórica de modernización institucional que el régimen promueve en el exterior y el inmovilismo estructural que mantiene en el interior.
La llamada “autonomía del Sáhara Occidental” —presentada desde 2007 como una solución política “realista y creíble”— se ha convertido, paradójicamente, en una amenaza potencial para la estabilidad del propio Estado.
Desde hace casi dos décadas, Rabat ha insistido en ese proyecto como alternativa al referéndum de autodeterminación exigido por el Frente Polisario y respaldado por la legalidad internacional. La reciente resolución 2797 del Consejo de Seguridad volvió a citar la necesidad de una “solución política mutuamente aceptable”, pero sin modificar la esencia del statu quo.
El Majzén ha celebrado esta resolución como una victoria diplomática. Sin embargo, bajo la superficie, persiste un temor latente: la autonomía como precedente político peligroso.
Centralización y miedo al contagio
El poder marroquí está construido sobre una hipercentralización monárquica. Desde el Palacio Real se controla la administración, la economía y la seguridad nacional. Toda reforma que implique descentralización real amenaza ese equilibrio.
El Rif, región históricamente marginada y escenario de rebeliones desde la época colonial, representa el ejemplo más temido. La República del Rif de Abdelkrim El Khattabi dejó una huella indeleble en la memoria colectiva. El movimiento de protesta de 2016-2017, encabezado por Zefzafi, mostró que ese espíritu de resistencia no ha desaparecido. Las duras condenas judiciales y el silencio mediático posterior demostraron el nerviosismo del régimen frente a cualquier germen de autonomía regional.
Otorgar al Sáhara una autonomía efectiva abriría, en consecuencia, una brecha jurídica y simbólica: si una región puede obtener competencias políticas y económicas propias, ¿por qué no el Rif, el Souss o las zonas bereberes del Alto Atlas?
El WP advierte que esta posibilidad genera un “efecto dominó” que el Makhzen teme más que cualquier presión exterior.
Autonomía instrumental y bloqueo político
En la práctica, la propuesta de autonomía ha sido utilizada como arma diplomática para ganar tiempo y evitar que el conflicto vuelva al terreno jurídico de la autodeterminación. Marruecos no ha desarrollado ningún marco institucional serio que permita aplicar ese modelo.
Las promesas de descentralización, recogidas en la Constitución marroquí de 2011, se mantienen en gran medida en el papel: las regiones carecen de recursos propios y sus presidentes dependen directamente del Ministerio del Interior. Los informes de organismos internacionales y ONG locales coinciden en señalar la ausencia de una verdadera transferencia de poder.
Por eso, mientras Rabat presenta el plan como un gesto de apertura ante la ONU, lo bloquea internamente. El miedo no es al Polisario, sino a la posible descomposición del modelo centralista que ha garantizado al monarca el control absoluto del país.
La trampa del Majzén
Si Marruecos aplica la autonomía en serio, corre el riesgo de alentar movimientos autonomistas en otras regiones históricamente marginadas. Si no la aplica, pierde credibilidad ante la comunidad internacional, que percibe el plan como un mero instrumento retórico.
De este modo, el reino queda prisionero de su propia narrativa. El discurso de modernidad choca con la realidad autoritaria. El intento de proyectar una imagen de estabilidad encubre una estructura política inmóvil y dependiente del Palacio.
Mientras tanto, en las calles del Rif resuena una pregunta que preocupa a Rabat: “Si el Sáhara obtiene autonomía, ¿por qué no nosotros?” La respuesta, de momento, sigue siendo el silencio. Pero ese silencio, más que garantizar la estabilidad, revela el miedo de un régimen que teme más a sus propias promesas que a sus adversarios.
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